La certidumbre de ser mortal, en cambio, me había sorprendido poco antes de los cincuenta años en una ocasión como aquélla, una noche de carnaval en que bailaba un tango apache con una mujer fenomenal a la que nunca le vi la cara, más corpulenta que yo como por cuarenta libras y más alta como de dos palmos, que sin embargo se dejaba llevar como una pluma al viento. Bailábamos tan apretados que sentía circular la sangre por las venas, y me hallaba como adormecido de gusto con su resuello trabajoso, su grajo de amoníaco, sus tetas de astrónoma, cuando me sacudió por la primera vez y casi me derribó por tierra el frémito de la muerte. Fue como un oráculo brutal en el oído: Hagas lo que hagas, en este año o dentro de ciento, estarás muerto hasta jamás. Ella se separó asustada: ¿Qué le pasa? Nada, le dije, tratando de sujetarme el corazón:
- Tiemblo por usted.
Desde entonces empecé a medir la vida no por años sino por décadas. La de los ciencuenta había sido decisiva porque tomé conciencia de que casi todo el mundo era menor que yo. La de los sesenta fue la más intensa por la sospecha de que ya no me quedaba tiempo para equivocarme. La de los setenta fue temible por una cierta posibilidad de que fuera la última. No obstante, cuando desperté vivo la primera mañana de mis noventa años en la cama feliz de Delgadina, se me atravesó la idea complaciente de que la vida no fuera algo que transcurre como el río revuelto de Heráclito, sino una ocasión única de voltearse en la parrilla y seguir asándose del otro costado por noventa años más.
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