14 jun 2010

Tres vidas de santos

Eduardo Mendoza

Intento tragarme todo lo que publica Mendoza y si encima se trata de relatos, un plato muy digerible para mis sucintas dosis de lectura, miel sobre hojuelas. En esta ocasión el autor de la tronchante trilogía sobre el detective atolondrado pulica tres relatos rescatados de tres épocas distintas de su obra.

Son vidas de personajes (no con la acepción literaria sino más bien con un significado peyorativo) que se ven abocados a una fama tan intensa como anónima, involuntaria y efímera. Algunas hilarantes descripciones, diálogos y situaciones se ganan mi lealtad de cara a su próximo trabajo.
De entre los tres relatos me quedo quizás con la integridad y habilidad narrativa del primero de ellos, "La ballena". Pero como fragmento, éste que reproduzco a continuación me parece de lo mejor del libro por su mezcla de humor, seriedad e ironía y un final impresionante para el segundo relato, "El final de Dubslav", en el que el hijo de una excelente investigadora y pésima madre emprende un viaje absurdo a un poblado africano adonde llega guiado por una alucinación fugaz que se le revela durante un estadio de tránsito hacia la muerte que no llega a culminarse con el desenlace más lógico. Una vez en África, y tras observar impasible la demoledora rutina de una población pusilánime, recibe al mismo tiempo la noticia de la muerte de su madre y el Premio que se le había concedido, accidentalmente, a título póstumo:

Dubslav carraspeó y dijo: "Majestad, excelentísimos miembros del Jurado, distinguido público, quiero ante todo expresar mi agradecimiento por haberme sido otorgado este Premio Europeo a la Realización Científica por mis investigaciones en el campo de la oftalmología. En estas ocasiones suele decirse: por haberme sido otorgado inmerecidamente este magnífico premio. Yo no lo diré. En primer lugar, este premio no es magnífico. En realidad es una ridiculez. Todos los premios lo son, pero seguramente éste se lleva la palma. Y en mi caso tampoco es un premio inmerecido. Yo no soy un experto en oftalmología, ni siquiera soy médico. Por este motivo, llevándome el premio no hago mal a nadie: en definitiva el premio consiste en una estatua horrorosa y una cierta pulicidad. Esta publicidad a mí de nada me va a servir. La verdadera destinataria del premio investigó realmente en el campo de la oftalmología, pero ya no lo volverá a hacer, ni se beneficiará de la publicidad, ni verá la estatua. Pero no se asusten: no soy un impostor. Como hijo único y heredero universal de la ganadora, tengo pleno derecho al premio. En consecuencia, me llevaré la estatua y si además de la estatua el premio lleva aparejada una dotación económica, también me la llevaré. Tal vez la entegue a un centro de investigación oftalmológica o tal vez la destine a otros fines; obraré según me plazca y no daré explicaciones a nadie. Si me gasto el dinero en cosas horribles, tanto mejor.

En cuanto a mí, poco puedo decirles. Soy un hombre absurdo. Fui concebido de un modo absurdo y criado de un modo absurdo y toda mi vida ha consistido en un desarrollar y perfeccionar este absurdo. Sin saberlo, me estaba preparando para esta ceremonia. Vean, ni siquiera el smoking es mío. Un hombre ha muerto para poder prestármelo. Ahora él debería llevar puesto el smoking y yo debería estar aquí, ante todos ustedes, cubierto de harapos pestilentes. Pero esto habría hecho mi presencia ejemplar, por no decir simbólica. Tal vez por esto el destino ha preferido hacer llegar a mis manos este smoking. En realidad los harapos tampoco son mi indumentaria habitual: no soy un anacoreta. Sólo soy un viajero, un excursionista. Los viajes no instruyen pero dañan mucho la ropa. De todas formas, el smoking es mejor.

Me he pasado la vida hablando solo y me explico mal. Cuando trato de teorizar voy de lo trivial a lo confuso. Seguramente mi bagaje intelectual se conpone de estas dos variedades del saber. Pero hace un tiempo, en Berlín, caminando una noche por un parque solitario, recibí un aviso. Fue el primer aviso y no lo supe captar. El segundo me llegó hace poco, en una playa de la Costa Brava. Éste lo capté, pero lo interpreté mal. Finalmente esta tarde, primero en la Grande Place y luego en la habitación del difunto profesor Tamborrini, he comprendido la razón de mi viaje, el sentido de mi búsqueda y la justificación de este error. No esperen ustedes ningún mensaje; no lo hay o, al menos, yo no lo conozco. He mencionado el sentido de mi vida, pero un sentido no es un mensaje y yo no soy un visionario: sólo un hombre convencido de su propia absurdidad. Soy un absurdo por haber vivido sin propósito, pero tampoco he tenido alternativa. Todos nuestros afanes son absurdos. La riqueza sólo trae consigo un falso confort y en realidad el embrutecimiento del rico y la animosidad de los demás, incluso de los amigos. Hace un rato, en la Grande Place, he sido socorrido por un grupo de turistas; tal vez de no haber ido hecho un zarrapastroso, de haber llevado este smoking y esta pechera con botonadura de nácar, me habrían dejado tirado sobre los adoquines, habrían pensado: un rico tumbado en el suelo por fuerza ha de ser un individuo degradado, una víctima del desenfreno. Sin embargo, la pobreza es aún más embrutecedora, no granjea simpatía, a lo sumo conmiseración; y entre ambas no hay término medio, salvo la zozobra.
Este galardón es una muestra de éxito, y el afán de éxito es descabellado. Antes de ser alcanzado, el éxito no existe, sólo es un motivo de ansiedad; pero cuando llega es peor: después de obtenido, la vida no se detiene y el éxito la ensombrece; nadie puede repetir constantemente el éxito y al cabo de muy poco el éxito se convierte en una pesada carga; se necesita de nuevo, constantemente, pero ahora a sabiendas de su inutilidad.
Sin embargo, de todos estos afanes, el peor es el afán por alcanzar la saiduría. El ideal de la sabiduría es tan irracional como el ideal de la riqueza o el del éxito, y aún más ilusorio. Nunca lo perseguí, pero confieso haberlo tenido siempre presente, ante mis ojos, como un faro lejano. Demasiado tarde he comprendido la vanidad de este sueño. Demasiado tarde he visto claramente el valor de la ignorancia. No una ignorancia cerril, fundada en la hostilidad a lo desconocido, sino una ignorancia consentida: benigna y disciplinada. No se trata de rechazar el conocimiento, sino de aceptar nuestro esfuerzo por adquirirlo como una tarea tan convencional como infructuosa, de no violentar las causas de lo incomprensible, de vivir y morir sin preguntar ni preguntarse la razón de lo uno ni de lo otro.
Todos sabemos de nuestra condición mortal, pero la incertidumbre de este hecho nos permite vivir sin la carga de la fatalidad. Sólo a mí, sin merecimiento ni culpa, por puro azar, me ha sido concedida la posibilidad de ocupar un punto intermedio, de vislumbrar, si me permiten recurrir a una imagen trillada, las dos orillas de un mismo río, allí donde la fuerza de la corriente es mayor. Para poder llegar a esta certidumbre he sido preservado de la extinción varias veces. Ahora, una vez transmitida a ustedes, nada justifica una nueva prórroga.
No se si nada de todo es les incumbe. Ustedes son personas útiles, capaces de mantener el mundo en un estado ficticio pero eficiente de cohesión y de progreso gracias a su infinita capacidad de corromper y de dejarse corromper y de creer en el valor de lo fútil. No lo digo como un reproche ni como una albanza. Comparados con el resto de las personas, no son ustedes mejores ni peores, sólo más evolucionados, gracias al progreso científico y filosófico de nuestra civilización ficticia. Nuestro abandono de las formas de vida primitivas y nuestro empeño por avanzar por la senda del progreso ficticio no nos ha conducido a un estado mejor, pero tampoco peor. El estado de primitivismo ya lleva aparejado el mismo niviel de engaño: es imposible vivir en la indiferencia: de ahí el engaño. Aquí mismo, en este mismo momento, todos nos engañamos a sabiendas, como se engañan los pueblos más salvajes cuando ejecutan danzas tribales igual de tediosas y desatinadas. En realidad no existe ningún pecado. En realidad no existe ningún pecado, salvo la altivez. Somos una especie brutal y altiva, pero la altivez es lo peor; sólo por culpa de la altivez perseguimos ideales inalcanzables en lugar de esforzarnos por reducir nuestra ininterrumpida brutalidad. Pero esto no es a mí a quien incumbe decirlo".

Para leer una crítica completa, haz click aquí.

2 comentarios:

  1. este fue el que me comentaste, bro?

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  2. sí, el que te dije que podías llevarte y al final se nos olvidó. ¿Qué te parece el fragmento?

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