Boris Vian
Más de cuatro años me ha costado hacerme con un ejemplar de esta novela. No es que lo intentase sin descanso, pero durante este tiempo han sido muchas las ocasiones en las que pregunté por ella y otras tantas las librerías en las que erré en el intento.
Hoy, escribo sobre ella, cuatro años después de que Sara me la recomendase y un par de meses después de su fallecimiento, temprano, injusto, inaceptable. Quizás sea de mal gusto nombrar a Sara en un post bajo un título como el de éste. Para algunos seguramente lo sea. Pero Sara amaba la literatura, y amaba esta novela de la primera a la última letra. Nunca me dijo por qué debía leerla pero hoy lo se, y pienso en la impresión que debió causarle la lectura de este libro y especialmente de este fragmento a una persona con tanta sensibilidad por la belleza espiritual y tan acostumbrada, a la vez, al sufrimiento.
"Me volví a reír. Los latidos de mi corazón eran como golpes de martillo de forja y me temblaban las manos, y el brazo me sangraba mucho; un líquido viscoso me resbalaba por el antebrazo. [...] Había abierto los ojos de nuevo. Empezaba a clarear y se los veía brillar de lágrimas y de rabia. Me incliné hacia ella; creo que relinchaba como una especie de bestia, y ella se puso a chillar. Le mordí de lleno en la entrepierna. Me quedó la boca llena de sus pelitos, negros y duros; aflojé un poco y volví a empezar más abajo, donde era más tierno. Nadaba en su perfume, hasta allí llevaba, y apreté los dientes. Intenté taparle la boca con la mano, pero chillaba como un cerdo, con unos gritos que ponían la carne de gallina. Entonces apreté los dientes con todas mis fuerzas y me metí hasta el fondo. La sangre meaba en mi boca y ella se retorcía a pesar de las cuerdas. Yo tenía la cara llena de sangre y me eché un poco atrás, hasta quedar de rodillas. En mi vida había oído a una mjuer chillar así; de repente, me di cuenta de que me corría en los calzoncillos; fue una sacudida como no la había sentido nunca, pero tuve miedo de que viniera alguien. Encendí una cerilla y vi que sangraba a chorro. Entonces me puse a golpearla, al principio solo con el puño derecho, en la mandíbula, oía cómo se le iban quebrando los dientes y seguía golpeando, quería que dejara de gritar. Pegué más fuerte y luego recogí su falda, se la metí en la boca y me senté encima de su cabeza. Se revolvía como una lombriz. Nunca hubiera imaginado que tuviera tanto apego a la vida; hizo un movimiento tan violento que pensé que el antebrazo izquierdo se me desgajaba; me di cuenta de que estaba tan fuera de mí que la habría despellejado; entonces me levanté para rematarla a patadas y le puse el zapato en la garganta y me apoyé con todo mi peso. Cuando dejó de moverse sentí que me corría otra vez. Ahora me temblaban las rodillas, y tenía miedo de desvanecerme"