Eduardo Mendoza
Intento tragarme todo lo que publica Mendoza y si encima se trata de relatos, un plato muy digerible para mis sucintas dosis de lectura, miel sobre hojuelas. En esta ocasión el autor de la tronchante trilogía sobre el detective atolondrado pulica tres relatos rescatados de tres épocas distintas de su obra.
Son vidas de personajes (no con la acepción literaria sino más bien con un significado peyorativo) que se ven abocados a una fama tan intensa como anónima, involuntaria y efímera. Algunas hilarantes descripciones, diálogos y situaciones se ganan mi lealtad de cara a su próximo trabajo.
De entre los tres relatos me quedo quizás con la integridad y habilidad narrativa del primero de ellos, "La ballena". Pero como fragmento, éste que reproduzco a continuación me parece de lo mejor del libro por su mezcla de humor, seriedad e ironía y un final impresionante para el segundo relato, "El final de Dubslav", en el que el hijo de una excelente investigadora y pésima madre emprende un viaje absurdo a un poblado africano adonde llega guiado por una alucinación fugaz que se le revela durante un estadio de tránsito hacia la muerte que no llega a culminarse con el desenlace más lógico. Una vez en África, y tras observar impasible la demoledora rutina de una población pusilánime, recibe al mismo tiempo la noticia de la muerte de su madre y el Premio que se le había concedido, accidentalmente, a título póstumo:
Dubslav carraspeó y dijo: "Majestad, excelentísimos miembros del Jurado, distinguido público, quiero ante todo expresar mi agradecimiento por haberme sido otorgado este Premio Europeo a la Realización Científica por mis investigaciones en el campo de la oftalmología. En estas ocasiones suele decirse: por haberme sido otorgado inmerecidamente este magnífico premio. Yo no lo diré. En primer lugar, este premio no es magnífico. En realidad es una ridiculez. Todos los premios lo son, pero seguramente éste se lleva la palma. Y en mi caso tampoco es un premio inmerecido. Yo no soy un experto en oftalmología, ni siquiera soy médico. Por este motivo, llevándome el premio no hago mal a nadie: en definitiva el premio consiste en una estatua horrorosa y una cierta pulicidad. Esta publicidad a mí de nada me va a servir. La verdadera destinataria del premio investigó realmente en el campo de la oftalmología, pero ya no lo volverá a hacer, ni se beneficiará de la publicidad, ni verá la estatua. Pero no se asusten: no soy un impostor. Como hijo único y heredero universal de la ganadora, tengo pleno derecho al premio. En consecuencia, me llevaré la estatua y si además de la estatua el premio lleva aparejada una dotación económica, también me la llevaré. Tal vez la entegue a un centro de investigación oftalmológica o tal vez la destine a otros fines; obraré según me plazca y no daré explicaciones a nadie. Si me gasto el dinero en cosas horribles, tanto mejor.
En cuanto a mí, poco puedo decirles. Soy un hombre absurdo. Fui concebido de un modo absurdo y criado de un modo absurdo y toda mi vida ha consistido en un desarrollar y perfeccionar este absurdo. Sin saberlo, me estaba preparando para esta ceremonia. Vean, ni siquiera el smoking es mío. Un hombre ha muerto para poder prestármelo. Ahora él debería llevar puesto el smoking y yo debería estar aquí, ante todos ustedes, cubierto de harapos pestilentes. Pero esto habría hecho mi presencia ejemplar, por no decir simbólica. Tal vez por esto el destino ha preferido hacer llegar a mis manos este smoking. En realidad los harapos tampoco son mi indumentaria habitual: no soy un anacoreta. Sólo soy un viajero, un excursionista. Los viajes no instruyen pero dañan mucho la ropa. De todas formas, el smoking es mejor.